Homenaje

Una ironía elegante e inagotable. Despedida a Horacio González

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No sabemos cómo será vivir sin Horacio. Sin su sonrisa ni sus palabras. Sin esos eternos diálogos telefónicos, atravesados por silencios e incertidumbres, que rechazaban el mensaje de texto o la apelación directa como elusión del ritual y la ceremonia implícita en el arte de la conversación. Se lo llevó una peste a la que problematizó desde sus múltiples dimensiones. Hoy estamos atravesando por una tristeza infinita y desoladora.

Cayó un día con el Clarín doblado debajo del brazo. En los márgenes de la tapa, unas anotaciones borrosas de lapicera. Seguramente venía del bar, y seguramente se encontró con alguien que le propuso algo y lo anotó en el diario, como solía hacer mientras se ponía el capuchón en la boca y con la otra mano sostenía el papel para que no se pliegue y se entregue mansamente al trazo de su escritura. Una presentación, una entrevista, un artículo. Porque nunca te iba a dejar de garpe. Aun si debía tomar un micro siete horas hacia los más remotos parajes del país o ir a conversar a inhóspitas geografías del conurbano. Siempre decía que sí, a pesar de que después perdiera ese diario anotado con el teléfono de contacto o con la fecha de entrega o de charla pública.

Ese día entraba a la institución que condujo, primero junto a Elvio Vitali y luego ocupando la dirección por más de diez años. Nos encontró en una oficina donde vegetábamos a la espera de un soplido de la historia que torciera el destino de las cosas, o quizá ya sin esperar nada de un tiempo que se había ensañado tanto con nosotros. Atrás habían quedado años bravos de la Biblioteca, de injusticias y resistencias. Y sin dudar, se mandó. Habló de Luca Prodan y de Groussac, de un Borges no escolar ni ceremonioso y de una Biblioteca que precisaba una épica capaz de hundir sus raíces en su propia historia para desde allí edificar una imaginación que la rescatara de sus rasgos obvios, de su erudición de manual y de la lengua muerta y lisonjera del sentimentalismo cultural imperante. Su programa ya había sido redactado: en el 2000, cuatro años antes de asumir en la Biblioteca, escribió un artículo en el diario Clarín —ese mismo en el que anotaba direcciones y teléfonos— en el que cuestionaba el cierre que Francisco Delich había impuesto a la Biblioteca Nacional para transformarla en un centro de atención a investigadores. En ese texto, Horacio trazaba una cartografía de la lectura que iba de los apuntes que leen los estudiantes universitarios, pasando por todas las formas del conocimiento y el lenguaje popular hasta llegar a la alta cultura.

Nos propuso volver a editar la revista La Biblioteca, aquella creada por Paul Groussac, y nos convencimos mutuamente de que debíamos fundar una editora pública. La revista se dio el lujo de tratar los temas más difíciles sin ceder a las lenguas burocráticas, integrando las perspectivas más heterogéneas que pudiesen caber sin sucumbir frente al chichoneo de las instituciones ni a su autocomplacencia. No fue una concesión frente al pluralismo, sino una convicción. La editorial se esforzó en pasar el cedazo por las vetas más amplias de la cultura, bajo la corazonada de que en esos recorridos, lejanos a toda canonización, había interrogantes aún sin resolver y sensibilidades que retomar. Cada nombre revisitado era el signo de una potencialidad y alumbraba zonas de un país problemático y desafiante.

Abrió las salas de la Biblioteca para los públicos más diversos. Invitó a los movimientos sociales a hacer sus actividades y a formular sus reivindicaciones. Vinieron los desarrapados, las Madres y las Abuelas, los intelectuales díscolos y también los consagrados, los artistas y los delirantes. Siempre del lado de las causas perdidas o de los que cayeron en desgracia. Fue lo más parecido a una democracia que hayamos vivido. Porque la cultura no podía restringirse al barrio de la Recoleta, ni quedar en manos de conciliábulos y notables. Tampoco disolver sus especificidades ni sus rastros históricos. La Biblioteca debía abrir sus poros a un pueblo indescifrable que aún lamía sus heridas para restañar su dolor. Y para hacerlo debía reconstruirse desde sus trabajadores, en los que vio el potencial para fundar una nueva utopía laboral, rescatándonos de nuestras biografías quebradizas y de nuestros sinsabores. Porque Horacio no vino solo a reparar derechos laborales en medio de penurias económicas y discriminaciones. Creyó ver en cada uno de nosotros una posibilidad, un saber, una trayectoria que había que rescatar de penumbras y frustraciones. Y para eso, era necesario poner a la Biblioteca en un estado de indeterminación. Difuminar sus bordes para reconocerse en su pueblo y disolver sus fronteras internas para sabernos parte de una comunidad incierta pero palpable: abierta, compleja, conflictiva; siempre viva. De eso se trató la dignidad.

Su gran libro Historia de la Biblioteca Nacional. Estado de una polémica, que recorrió todos los ángulos de esta pionera institución, dejó abierta la puerta a las controversias por venir. Porque la Biblioteca siempre fue eso: una institución inestable en cuyas vacilaciones se resumían los dramas de un presente acechado por los fantasmas de un pasado incesante y por las amenazas de un porvenir que se cifra en una lengua sentenciosa, tétrica e injuriante. Horacio modernizó la Biblioteca, a pesar de todo lo que de él se dijo por proponer una escucha amorosa hacia sus legados a los que se negaba a reducir a simples algoritmos inertes. Ese pasado merecía una chance más, no como un dato de la sociedad comunicativa, tampoco como el cliché de un mercado esteticista que cultiva un estilo vintage y propaga consumos nostalgiosos. Había que emancipar la memoria de sus destinos más crueles. Y eso le valió, en su momento, reproches e incomprensiones. Aunque el tiempo le haya dado la razón. Porque para recuperar las hebras del pasado, en todo aquello que insiste como irresuelto, había que hablar de otro modo, con otras lenguas distintas a las que imponen las jergas herméticas y codificadas, las determinaciones técnicas y los rigores de la época. Y ese intento, hecho desde la cumbre de una institución del Estado, fue una anomalía. Ser partícipes de esa singularidad nos hizo a todos más libres.

No sabemos cómo será vivir sin Horacio. Sin su sonrisa ni sus palabras. Sin esos eternos diálogos telefónicos, atravesados por silencios e incertidumbres, que rechazaban el mensaje de texto o la apelación directa como elusión del ritual y la ceremonia implícita en el arte de la conversación. Se lo llevó una peste a la que problematizó desde sus múltiples dimensiones. Hoy estamos atravesando por una tristeza infinita y desoladora. Si uso la primera persona del plural es porque me atrevo a interpretar el sentimiento de congoja de los que laburamos o estudiamos con él o de quienes compartimos deseos y ensoñaciones. Escribimos para conjurar este dolor, para explicarnos aquello que no sabemos cómo pensar, para llenar ese vacío.

Nos quedan sus gestos, sus palabras, su cálida generosidad cincelada con las premisas de un igualitarismo irreductible y ajeno a cualquier vocación paternalista o calculadora. Nos preguntamos quién sostendrá una ironía elegante e inagotable, una lucidez crítica capaz de colorear un mundo abrumado por el fatídico peso de su literalidad y por la horrorosa pasión jerárquica que nos arroja a sus más oscuros dictámenes. Su gran amigo Christian Ferrer dijo: “Algo inmenso abandonó el mundo”. Y si bien muchos poderes respiran aliviados por ello, una multitud lo despide, lo recuerda y lo hace suyo. ¡Hasta siempre, querido amigo!

Fuente: Lobo Suelto!

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