La continuidad de las administraciones estadounidenses se define por su enfoque hacia China, considerada —al menos desde Obama— el enemigo absoluto del “mundo libre y democrático”. El Occidente del hombre blanco, tras su derrota estratégica frente a Rusia, profundiza su violento declive declarando la guerra a China, a los BRICS y al Sur global. Las barreras arancelarias de Trump —cuyo blanco principal siempre ha sido China— no solo afectarán a los países a los que se impone, sino quizás, de manera más radical, a los propios Estados Unidos. Es una auténtica apuesta arriesgada: si fracasa, acelerará drásticamente procesos a mediano plazo y podría llevar a:
- El debilitamiento del dólar como moneda internacional, erosionando su “privilegio exorbitante” de comprar bienes a cambio de papel sin valor (la principal “producción industrial” de Estados Unidos durante décadas ha sido imprimir dólares).
- La cuestionamiento de la financierización que garantizó la hegemonía de Estados Unidos y Occidente.
- La fragmentación de la globalización basada en el dólar y el control financiero estadounidense, ahondando la brecha con los BRICS y el sur del mundo.
- El posible “colapso” de este capitalismo construido sobre una acumulación financiera especulativa, desconectada de la producción real de riqueza y basada en el empobrecimiento general y el endeudamiento infinito.
No me malinterpreten: el “fenómeno Trump” ha creado posibilidades que antes no existían, abriendo un período cargado de kairós, de oportunidades por aprovechar. Podría actuarse sobre estas fisuras (el colapso de este capitalismo financiarizado) para reorientar la correlación de fuerzas, ahora en movimiento constante. Así razonaban los revolucionarios de principios del siglo XX: el estallido de las contradicciones capitalistas no es más que la condición para la toma del poder, cuyo éxito no lo garantiza ninguna filosofía de la historia, sino una estrategia política y una lucha sin cuartel. Mao podía decir “la situación es excelente” porque tenía un partido, un ejército y una voluntad de ruptura sistémica con los imperios coloniales. El capitalismo ha cambiado, pero nos arrastra a esta aceleración del tiempo donde hay que decidir.
Hace días, Larry Fink —director del fondo de inversión más grande del mundo (BlackRock, con 12 billones de dólares)— envió una carta a sus clientes advirtiendo:
- La insostenibilidad de la deuda pública y privada de Estados Unidos.
- El posible fin del dólar como moneda de intercambio y de reserva internacional, reemplazado por criptomonedas como Bitcoin (que es una moneda privada).
- Un nuevo –y positivo– rol de Europa, donde el mismo fondo de inversión está actuando para construir una burbuja armamentística. Una vez que los capitales quieran salir de la burbuja estadounidense que Trump está haciendo estallar, necesitarán un refugio.
- La extensión de la democratización de las finanzas –es decir, la “finanza para todos”–, porque Trump, con sus políticas de industrialización, arriesga a destruir sus propios cimientos.
La nota sobre Europa de Larry Fink merece una primera precisión. Todo avanza con rapidez, todo cambia en cuestión de días: ”el tiempo ha salido de sus goznes”. La carrera armamentística de la Desunión Europea y de los fondos de inversión estadounidenses —ante el primer sacudón bursátil provocado por los aranceles de Trump— ha demostrado su fragilidad. Los valores de las industrias bélicas se desplomaron como los demás. Los capitales ya no saben adónde dirigirse; ni siquiera el oro vale hoy como refugio seguro.
En Alemania, único país europeo con capacidad financiera para rearmarse de verdad, surgen también graves problemas políticos. La Unión Demócrata Cristiana (CDU) se hundió en las encuestas tras anunciar el gran endeudamiento impulsado por Merz. Según algunos sondeos, los conservadores están al nivel de los fascistas; otros incluso sitúan a Alternativa por Alemania (AfD) por encima de la CDU. Los electores no perdonaron el giro: Merz había prometido en campaña no contraer nueva deuda.
El proyecto de construir una financierización alrededor del rearme (es decir, una nueva burbuja), un mercado único de capitales (como quería Draghi) y canalizar hacia allí el ahorro europeo, queda ahora reducido.
Es difícil definir el escenario porque enfrentamos un cambio histórico, demasiado grande es la indecisión de la Casa Blanca sobre las políticas a seguir. Avanzamos algunas hipótesis que habrá que precisar, siguiendo los pasos del enemigo de clase.
Nunca entendí por qué, tras 2008, muchos seguían hablando de neoliberalismo cuando era evidente que estaba muerto. Ahora, las barreras arancelarias han celebrado el entierro definitivo del mercado, de la competencia, del libre comercio, todas ideologías que ocultan la mayor concentración monopólica de la historia del capitalismo y que incubaron todo tipo de guerras.
La situación actual es hija de la crisis financiera de 2008, determinada por la locura capitalista de creer que un problema social (“vivienda para todos”) podía resolverse mediante la finanzas (hipotecas subprime). Las políticas de intervención estatal y de los bancos centrales no dieron los resultados esperados. La crisis financiera de Estados Unidos no se resolvió, solo se emparchó, haciéndosela pagar al resto del mundo. Repetir esa operación hoy sería mucho más difícil, si no imposible. Al final, los trapos sucios salen a la luz. En el capitalismo, hay un “eterno retorno” de guerras para salir de crisis sistémicas.
Las barreras arancelarias han celebrado el entierro definitivo del mercado, de la competencia, del libre comercio, todas ideologías que ocultan la mayor concentración monopólica de la historia del capitalismo y que incubaron todo tipo de guerras.
Trump heredó una economía con todas las variables “fundamentales” en rojo: balanza de pagos y exposición financiera neta en negativo, enorme deuda pública, empresarial y familiar —índices descontrolados, en aceleración constante. La prensa del régimen no solo mintió sobre Ucrania, sino también sobre la economía estadounidense, elogiando su desempeño bajo Biden. Lo único que funcionó fue inflar la burbuja high-tech, junto a una pauperización creciente de la población: el “sueño americano” es que el 44 por ciento de la población no puede afrontar un gasto imprevisto de 1000 dólares.
La exposición financiera neta negativa (que registra el déficit con el exterior) confirma el fracaso de Biden, incapaz de revertir la tendencia. El pasivo financiero con el exterior alcanzó 26,2 billones. Para dimensionarlo: la Desunión Europea derribó a Berlusconi por un pasivo de 300.000 millones, reemplazándolo con el ”técnico” Mario Monti, que recortó todo el gasto social posible y apostó por las exportaciones.
Pero lo asombroso es la aceleración: en el último trimestre, el pasivo aumentó más de dos billones. Como referencia: Trump se jacta de las promesas de inversión de los Emiratos Árabes (1,5 billones en 10 años), una cifra que la economía de Estados Unidos devora en un trimestre.
El Secretario de Comercio, Howard Lutnick, hace el siguiente diagnóstico:
“Hay que redefinir las relaciones de Estados Unidos con aliados y enemigos. La idea de que todos los países pueden acumular superávits y comprar nuestros activos es insostenible. En 1980 éramos inversores netos; hoy, los extranjeros poseen 18 billones más que nosotros (en realidad, 26 billones). Somos deudores netos. La situación empeora cada año, y pronto ya no seremos dueños de nuestro país”.
Los déficits de Estados Unidos no son fruto de ”injusticias” del resto del mundo, sino de la financierización y dolarización que ellos mismos impusieron durante 50 años, viviendo por encima de sus posibilidades y a costa de los demás.
La guerra de los aranceles
Trump (o cualquier otro presidente en su lugar) no podía no intervenir. Lo ha hecho acelerando y radicalizando el conflicto, tanto interno como externo. Ha declarado sin ambages que la finanza ha arruinado la economía estadounidense, convirtiéndola en una gran burbuja especulativa, desmantelando la industria, destruyendo empleos, generando desigualdades masivas y pobreza —la del proletariado blanco, el único que le preocupa—.
Pero la receta “de los aranceles” podría acelerar el fin del Imperio en lugar de reconstruir la “manufactura”, su principal objetivo declarado. El proyecto de relocalizar la producción deslocalizada, de instalar empresas en Estados Unidos mediante subsidios y financiación pública, ya fracasó con los demócratas. Estados Unidos carece de cadenas de suministro e infraestructura industrial, pero, sobre todo, ha perdido todo el saber industrial y no tiene mano de obra cualificada en ningún nivel. Solo el 7% de los estudiantes estadounidenses estudian ingeniería, frente al 25% en Rusia o los millones que salen de las universidades chinas. Para enfatizar su voluntad reindustrializadora, Trump, en la conferencia del 2 de abril donde anunció los aranceles, estuvo acompañado por un obrero de Detroit. Su éxito parece muy improbable y, en todo caso, requeriría años de esfuerzo.
La segunda estrategia trumpiana podría centrarse en los servicios. La jugada del magnate, hasta la fecha, parece toda concentrada en los bienes y parece ignorar el sector terciario. Si la importación de los primeros convierte a Estados Unidos en un país deficitario, la exportación de los segundos tiene amplio superávit.
A cambio de una reducción de las barreras aduaneras, Trump podría pedir una penetración de las finanzas, de las aseguradoras, de los bancos estadounidenses en el circuito de los diversos países, para una ulterior y definitiva depredación. Privatizar los servicios y apropiarse de todo el ahorro (recordemos: los estadounidenses no ahorran, viven a crédito) para invertirlo en seguros privados de salud, para las pensiones, etc., eliminando el cada vez más deteriorado welfare. El propio Larry Fink, en su carta, ha definido la nueva frontera de la apropiación: los monopolios naturales (gestión del agua, etc.) y los servicios públicos municipales (gestión de residuos, etc.).
Se podría interpretar en este sentido la declaración de Trump “estamos abriendo China”, es decir, una vez dentro, saquear sus ahorros y las empresas más rentables. Lo que no soportan los estadounidenses es que China, controlando los flujos de capital, no esté disponible a dejarse saquear como todos los demás países por los nuevos ejércitos coloniales de las finanzas. China ya ha hecho saber que “combatirá hasta el final” contra el “típico caso de unilateralismo, proteccionismo y bullying económico” de Trump.
El de Trump es un unipolarismo aislacionista muy agresivo que no deja presagiar nada bueno, porque cuando se confronte con la realidad de las relaciones de fuerza en el mercado mundial, ya está en el camino que conduce a la guerra entre grandes potencias.
El magnate había dado la impresión de querer reconocer a las otras potencias mundiales, de aceptar el multipolarismo. Inicialmente parecía que quería llevar a cabo el saneamiento de la economía estadounidense a través de negociaciones con China, Rusia, etc. En cambio, hoy afirma que Estados Unidos puede hacerlo solo porque es el país más fuerte.
Autarquía contra la globalización. Un unipolarismo aislacionista muy agresivo, fundado en el presunto superpoder estadounidense, que no deja presagiar nada bueno porque cuando se confronte con la realidad de las relaciones de fuerza en el mercado mundial, ya está en el camino que conduce a la guerra entre grandes potencias. Después de menos de una semana, Trump ha tenido que dar un paso atrás, llegando finalmente al núcleo de la estrategia de todas las administraciones de ultramar: la guerra contra China.
Existe un alto riesgo de perderla –así como Biden perdió con Rusia– porque Estados Unidos no tiene nada más que ofrecer al resto del mundo que no sea su propia hegemonía y el restablecimiento de una economía depredadora e imperialista, desarrollando incertidumbre, caos e imprevisibilidad. La guerra declarada a China es la guerra declarada a los BRICS y al sur global que tiene la arrogante pretensión de no estar más disponible a la esclavitud. Nos espera otra campaña mediática de desinformación, de falsedades y de vulgaridad sobre China, después de la de Rusia. La Desunión Europea deberá alinearse con sus amos, en otra guerra perdida de la “democracia contra la autocracia”, de la “libertad contra la dictadura”.
Conflicto entre oligarquías y con los BRICS
Trump ya tiene serios problemas en casa. El desplome bursátil impacta directamente en la vida de millones de estadounidenses: en una economía financierizada, las pérdidas en bolsa afectan a las clases medias-altas, cuyo tercio de los ingresos depende del rendimiento financiero. Wall Street es su INPS (la institución que distribuye las jubilaciones), su ministerio de salud y su welfare. Cuando la bolsa cae, se desploman también los fondos de pensiones, seguros médicos y demás.
La estrategia de sustituir el welfare por inversiones en acciones (a través de seguros individuales), impulsada por Biden, infló la burbuja estadounidense hasta el borde del estallido. Desinflarla es necesario, pero ¿cómo hacerlo sin destruir las jubilaciones, la salud y el pseudo-welfare financierizado?
Trump tiene las manos atadas por las políticas monopolísticas de los fondos de inversión que recogen el ahorro mundial y que no comparten sus decisiones de industrialización, al igual que la Fed, que no obedece sus órdenes. BlackRock y JP Morgan han atacado directamente su política acusándolo de arruinar a millones de ahorristas, manifestando un enfrentamiento cada vez más violento dentro de las oligarquías estadounidenses.
La batalla entre la “industria” (Trump) y las finanzas (fondos de inversión) fue ganada por estas últimas, que en cuatro o cinco días de caída de los títulos (y la evolución de los intereses sobre la deuda) obligaron al presidente a retroceder. Los motivos por los que fue elegido (recuperar la industria y el empleo) han sido cancelados. El proyecto de Trump es altamente contradictorio, porque para industrializar –admitiendo que aún haya tiempo para hacerlo– necesitaría un gran welfare que abaratara todos los costos (educación, comunicaciones, infraestructuras, etc.) para las empresas. En cambio, lo está destruyendo.
Estados Unidos no resolverá ninguno de sus problemas y, como todo Occidente, corre el riesgo de implosionar más rápido de lo previsto. La situación se vuelve cada vez más peligrosa. Las graves divergencias entre las oligarquías se allanan y sus voluntades convergen, en cambio, cuando se trata de la hostilidad contra China. Sueñan con apropiarse de su producción, de sus bienes, de sus capitales, según las reglas del más clásico de los imperialismos, que resolvería todos sus problemas.
Las barreras comerciales deberían aportar 600.000 millones de dólares al año a las exangües arcas de Estados Unidos, 6 billones en diez años. No creo que la administración actual esté formada por idiotas: por lo tanto, saben muy bien que la economía mundial se vería completamente trastornada con consecuencias impredecibles.
Hago notar que Francia y el Reino Unido se encuentran en la misma situación deficitaria que Estados Unidos. La primera, con un pasivo de 800.000 millones de dólares de exposición financiera neta, está prácticamente quebrada, sostenida solo por capitales alemanes; el segundo, con 1,6 billones, se encuentra en una situación aún peor. El “regime change” operado por la guerra en Ucrania no funcionó con Rusia, sino con Alemania. Privada de la energía rusa barata, en recesión, los alemanes pasaron del ordoliberalismo del equilibrio presupuestario –según el cual el principal enemigo era la deuda– que impuso austeridad, pobreza y expropiación de recursos a toda Europa, a la financierización de su economía y a la suscripción de astronómicas deudas para el rearme.
El belicismo europeo, que tendrá en su centro el peligrosísimo chauvinismo alemán (en Alemania ya se habla de dotarse de la bomba atómica), no rompe en absoluto con Estados Unidos. A su vez, todos anticipan que las recetas trumpianas no salvarán a Occidente, por lo que se desató una carrera armamentística. ¿Para qué se preparan entonces?
La gran incertidumbre y confusión que envuelven las estrategias de Trump encuentran su razón en una situación inédita en la que se encuentra actuando: las relaciones de fuerza radicalmente cambiadas en el mercado mundial son el resultado de las revoluciones del siglo XX (la soviética fomenta el socialismo de los “pueblos oprimidos” y abre a la revolución china, vietnamita, a las revoluciones africanas y sudamericanas) que destruyeron la división colonial sobre la que se fundaba el dominio occidental desde la conquista de América. Las revoluciones socialistas del siglo XX han terminado, pero las relaciones de fuerza entre el norte y el sur han cambiado para siempre. Trump finge que no pasa nada, pero debe gestionar la derrota estratégica de su país en la guerra de Ucrania, que ha mostrado al sur del mundo la debilidad también militar de Occidente, proporcional solo a su arrogancia.
La comparación con la primera crisis hegemónica de Estados Unidos a caballo de los años sesenta y setenta es muy significativa. La economía estadounidense ya entonces no lograba mantener el ritmo de la competitividad de Alemania y Japón. En 1973, Nixon no solo decidió la inconvertibilidad del dólar en oro, transformándolo en moneda fiduciaria totalmente política a disposición de los yanquis, sino que impuso barreras aduaneras del 10 por ciento para negociar e imponer la voluntad del Imperio, exactamente igual que Trump. Cuatro meses después, todos los vasallos occidentales aceptan una apreciación de sus monedas. Por no hablar de Japón que, en 1985, acepta revaluar, siempre para salvar la competitividad estadounidense, haciéndose el harakiri, porque desde ese momento su economía nunca más se recuperará. Japón era la China de la época desde el punto de vista de la productividad y la innovación. Pero China no es un país ocupado militarmente y subyugado como el Japón de los años ochenta.
Aunque los yanquis pueden chantajear al resto del mundo, porque funcionan como “importador de última instancia” de bienes, su acción se despliega en un mundo de relaciones de fuerza radicalmente cambiado. A principios de los setenta, Occidente detentaba lo esencial de la producción mundial y de la invención tecnológica. Hoy China y los BRICS son potencias industriales y tecnológicas, comparables a Occidente, y poseen gran parte de las materias primas y energéticas, y no tienen ningún interés en salvar la piel del imperialismo occidental saneando el pasivo de la balanza de pagos estadounidense, devaluando sus monedas, destruyendo su economía, abriendo las puertas a las finanzas de Wall Street. No son vasallos del Imperio como los europeos. A Estados Unidos no le queda más que desollar a Europa, siempre dispuesta al sacrificio, pero es demasiado poco. Incluso Japón parece haber entendido la jugada después de treinta años y, junto con Corea del Sur, teje relaciones con China.
Occidente está condenado por Trump a un mayor aislamiento, porque los BRICS y el sur global continuarán desarrollando cadenas productivas y comerciales alternativas, buscando una moneda de sustitución al dólar, incrementando patentes, tecnologías, etc., como hicieron con motivo de la guerra en Ucrania.
Guerra y lucha de clases
Antes de la guerra comercial contra el mundo entero, había dos alternativas sobre el terreno: por un lado, los demócratas apuntaban a la guerra mundial, de la que sembraron las premisas con Ucrania y el genocidio de Gaza (el New York Times publicó una investigación donde demuestra que la guerra en Ucrania fue gestionada en primera persona por Estados Unidos, todos los objetivos y las estrategias fueron definidos por Estados Unidos, cuya finalidad era experimentar un nuevo tipo de guerra, integrando de hecho a Ucrania en la OTAN); por otro lado, Trump que apuntaba más bien hacia una guerra civil interna.
La guerra civil en Estados Unidos es racial, desde los orígenes de la República. A partir del New Deal, también está en el centro de la estructuración del welfare porque cualquier extensión del mismo corre el riesgo de hacer saltar las jerarquías de raza sobre las que se organiza la “única verdadera democracia” (cita de Hanna Arendt). Ya en la época de la “Gran Sociedad” de los años sesenta, las políticas sociales habían suscitado el odio racial de los blancos, porque veían en ellas la reducción de las diferencias entre ellos y los negros. Incluso el timidísimo Obamacare (y el propio Obama) había suscitado reacciones de este tipo. Los “proletarios” blancos que están con Trump reaccionaron sintiéndose y pensándose “raza blanca”. La financierización ha suavizado las jerarquías raciales empobreciendo a los blancos, haciéndolos cada vez más cercanos a los “negros”, desatando nuevas formas de fascismo y racismo.
Los recortes en el gasto social que Musk está programando deben ir acompañados del restablecimiento de jerarquías raciales (y de género). La reorganización del gasto social es capitalista-racial y la reindustrialización será, si la hay, dominada por la raza blanca. Si en cambio el objetivo es la mega depredación financiera, el proletariado estadounidense en su conjunto será reducido a “plebe”. Cuando el imperialismo occidental se radicaliza, la “raza blanca” es el sujeto que apoya el conflicto con el resto del mundo (véase el genocidio supremacista en Palestina).
La guerra, como siempre, sigue siendo la mejor solución para los capitalistas y sus Estados
Como se ve, las dificultades externas –los BRICS– e internas –las “minorías” raciales se están convirtiendo en mayoría, el enfrentamiento entre oligarquías– son enormes y todas políticas. Trump quiere la industrialización, pero no quiere –o mejor dicho, no puede– soltar las finanzas y el dólar que han causado la deslocalización de la producción. Quiere un dólar depreciado, pero que siga siendo la moneda de los intercambios mundiales. Quiere industrializar y quiere las finanzas que capturen capitales y los canalicen hacia Estados Unidos.
Si estamos inmersos en un régimen de guerra es porque las dificultades económicas estadounidenses y las contradicciones que generan parecen insuperables y la guerra, como siempre, sigue siendo la mejor solución para los capitalistas y sus Estados: hacer saltar la banca y que “Dios reconozca a los justos”. Sin embargo, para utilizar el mismo lenguaje de Trump, Estados Unidos ya no tiene todas las “cartas en la mano”, como las tenía Nixon.
Todos estos bonitos razonamientos de geopolítica hacen sus cuentas sin el tabernero —como es propio de los análisis que parten de las grandes potencias económico-político-táctiles e ignoran el conflicto de clases—. Las fuerzas movilizadas en Estados Unidos durante las protestas del 5 de abril (1.400 en todo el país) contra las políticas de Trump parecen ser las únicas capaces de evitar el desenlace catastrófico que seguirá al probable fracaso del salvataje de Occidente. La jugada arriesgada del capitalismo podría abrir un frente de lucha de clases inédito en Estados Unidos, haciendo saltar por los aires el pacto racial —más importante aquí que en ningún otro lugar—, aunque la radicalización del conflicto encuentra a los movimientos completamente desprevenidos, tanto política como teóricamente.
El pensamiento crítico, pero también la acción de los movimientos, ha extendido la lógica del capitalismo a toda relación social (cognitiva, biológica, imaginaria, sexual, racial, ecológica, etc., hasta el infinito), pero de manera irresponsable, por no decir oportunista, ha eliminado la guerra y la guerra civil, que están en la base de las divisiones de clase, raza y género. No logra asumir que el siglo XX estableció que guerra y paz, economía y guerra, política y guerra, militar y civil, política y economía, coexisten determinando una “dimensión intermedia” donde los opuestos conviven. Carl Schmitt, desde un punto de vista conservador, llega a conclusiones muy similares a las de Rosa Luxemburgo (ya citada anteriormente):
“La guerra se hace ahora en un plano nuevo, intensificado, como activación ya no sólo militar de la hostilidad (…) sino en ámbitos de la realidad de suyo no militares (economía, propaganda, energías psíquicas y morales de los que no combaten) se ven involucrados en la confrontación hostil. El paso más allá de lo puramente militar (…) no supone una atenuación, sino una intensificación de la hostilidad”.
Pero ni la economía ni la crítica de la economía política parecen capaces de integrar esta realidad.
Del mismo modo, es difícil deshacerse de los análisis psicologizantes. Es inútil examinar el comportamiento de las élites con esas categorías, como ahora se estila. Si las clases dirigentes capitalistas de la posguerra parecieron más racionales, fue solo porque sus políticas llegaban tras dos guerras mundiales, tras haber estado la financierización —en los años veinte del siglo pasado— a punto de derrumbar el capitalismo, y sobre todo tras haber sido las revoluciones las que (parcialmente) impusieron la razón a la racional irracionalidad del capitalismo, que alcanza su cúspide con la finanza. Eliminada la fuerza del enemigo revolucionario, las élites volvieron a ser las del primer imperialismo —muy similares a las actuales—, es decir, racionalmente irracionales.
La estrecha relación entre capital y Estado —existente desde los albores de la acumulación capitalista y que se ha reafirmado y profundizado continuamente, sin llegar a identificar las dos lógicas (la del beneficio y la del poder)— demuestra cómo, en períodos de “acumulación originaria” como el actual, el plusvalor económico necesita del plusvalor político (brillante definición de Schmitt, derivada del concepto marxiano) para imponer un nuevo orden, una nueva división internacional del trabajo y de la renta. El capitalismo financierizado, al desarrollar contradicciones insalvables, no puede mutar, transformarse ni generar lo nuevo desde su propia ‘producción’, sino únicamente mediante la violencia extra-económica de la guerra militar y comercial, de la guerra civil o del genocidio. El plusvalor político está al servicio del plusvalor económico futuro, pero no son de la misma naturaleza. Solo una vez que el plusvalor político ha establecido un nuevo orden, nuevas reglas y nuevos poderes (quién manda y quién obedece) en el mercado mundial, puede producirse el plusvalor económico.
El posible fin del capitalismo (frente a la ideología irresponsable que reza: “es más probable el fin del mundo”) que preocupa a nuestros dirigentes, debe volver a entrar en la órbita perceptiva, cognitiva y política de los “movimientos”, porque el capitalismo no caerá por sí solo, sino únicamente si una voluntad organizada lo hace estallar.