¿Dónde están?
Ante todo, el mar; ante todo, las grandes embarcaciones; ante todo, el viaje. Las imágenes y grabados del siglo XVI, en especial aquellos que acompañan los libros de viaje a América del Sur, particularmente al Río de la Plata, se enfocan en el desplazamiento en medio de la inmensidad. También hay grabados del encuentro entre europeos y naturales, grabados de las costumbres de estos últimos, de la acción de los españoles en plena conquista, pero del viaje propiamente dicho, de su cotidianeidad, se posee una historia escasamente representada.
Vemos embarcaciones apenas habitadas (Imagen 1), vemos la antesala del viaje (Imagen 2), vemos también un mar tremendo, hombres sufriendo naufragios y pérdidas, meros sobrevivientes (Imágenes 3 y 4); sin embargo, de la cantidad de gente, de su sociabilidad y de los conflictos en las naves, poco y nada.[1]
Imagen 1. Hans Staden*, Warhaftige Historie und beschreibung eyner landtschafft der Wilden, Nacketen, Grimmigen Menschfresser Leuthen, in der Newenwelt America* (Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos que devoran hombres en la América del Nuevo Mundo), Marburgo, 1557. Imagen 2. Théodore De Bry, Grand Voyages, (Americae tertia pars Memorabilem prouinciae Brasiliae historiam), 1592. Relato de Hans Staden. Partida de Lisboa hacia Brasil, Indias occidentales y América. *
* Este grabado, ausente en la primera edición del relato de Staden, inicia la tercera parte de la América de De Bry y representa supuestamente el puerto de Lisboa. Tal como explica Duviols en la edición que realiza de esta crónica, “no se puede notar nada específico del puerto portugués, tanto más cuanto que el mismo aparecerá por segunda vez en los Grandes Viajes (Americae pars IV), sin modificación alguna, para representar el puerto andaluz de Sanlúcar de Barrameda. Esta vista no constituye un documento sobre un puerto europeo, sino un estereotipo portuario”. (Hans Staden, Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y antropófagos, situado en el Nuevo Mundo América, Florida, Stockcero, 2013, p. 44).
Imagen 3. Ulrico Schmidl*, Vera Historia admirandae cuiusdam nauigationis quam Huldericus Schmidel, ab Anno 1534 usque ad annum 1554, in Americam vel Novum, iuxta Brasiliam et Rio della Plata*…, Núremberg, Editor Levinus Hulsius, 1599.
Imagen 4. Hans Staden, Warhaftige Historie…, Marburgo, 1557.
¿Dónde están todos los marineros, grumetes, mercenarios, pajes, criados y criadas que pueblan las embarcaciones? Esa ausencia o esos atisbos de representación, que se pueden observar a nivel de la imagen, se presentan también a nivel del discurso. ¿Dónde están? ¿A alguien le importan esos sujetos blancos, españoles, plebeyos y mayormente iletrados?
Hace muchos años, cuando empezaba mi investigación sobre las crónicas de la conquista del Río de la Plata, me topé por primera vez con un obstáculo de este calibre, ligado al espacio rioplatense y a las características que lo definían: su alejamiento de los centros del poder español en las Américas, su falta de grupos naturales “destacables”, como los que habitaban otras zonas, su falta de una textualidad indígena en la que reparar y de una escritura femenina que restituir. Esa “falta constitutiva” que volvía al Río de la Plata un espacio poco atractivo para la crítica y el estudio, constituyó, a mi entender, la marca de una espacialidad significante. Fue así como me adentré y fui accediendo a un archivo colonial inagotable (en el que aún queda mucho por recorrer) que mostraba, como era de esperar, grandes desatenciones. Este libro es el esfuerzo por sacar a la luz a una zona oscurecida del archivo colonial rioplatense, la que muestra dónde están todos esos sujetos olvidados; una zona que posibilita el acontecer de una serie de voces marginales, lejanas al poder, cuya presencia es contundente. Alejadas de todo centro material, espacial y epistémico, habitan voces perdidas sostenidamente a lo largo del tiempo, que aún esperan quien las escuche: las voces de la plebe.
Hay en la plebe voz
La plebe habla, mucho antes de pensarse como pueblo con un objetivo común, tal como sucede con la llegada de los primeros aires de la emancipación y los comienzos de la revolución;[2] mucho antes de adquirir un cariz y una notoriedad evidente en la vida pública, como puede verse, por ejemplo, en los levantamientos que se producen principalmente a lo largo del siglo XVIII.[3] La plebe, aquella que todavía no posee una diversidad étnica que la distinga, aquella que es mayoritariamente masculina, blanca, europea (en especial española), aquella que, por eso mismo –y a pesar de todos los estudios sobre subalternidades–, es olvidada, esa plebe existe y habla. Es ella la que me interesa y en la que voy a reparar.[4] ¿Qué dice? ¿Cuándo lo hace? ¿En qué condiciones una voz subalterna como esta halla un espacio de producción y escucha?
Si bien todo sujeto posee voz, la voz adquiere espesor en el lenguaje cuando hay un otro que la escucha. La voz adquiere “fuerza de habla”, como diría Peter Burke, cuando deviene “oíble”.[5] La dimensión de escucha y decodificación de la voz depende, al menos en el temprano período moderno al que me atengo aquí, a los regímenes de poder y verdad que rigen la vida diaria. La plebe habla y es escuchada en su voz, en sus matices, en sus susurros y silencios porque lo hace conminada por el poder, porque su voz es materia significante, en relación con una historia de traición que, si bien no le compete directamente, de un modo u otro la alcanza, ya sea porque ha estado ahí, porque la ha escuchado, ya sea porque algo sabe. Esta voz es oíble en tanto permite, entonces, el acceso a una “verdad” necesaria en el marco de una disputa de poder que se dirime en el ámbito legal; disputa a la que accede y que desarrolla el sujeto que habla, pero que compromete, en rigor, a quien lo convoca.
El ámbito legal y la posibilidad del testimonio que este habilita dan pie a una revolución en términos de materialidad y subjetividad subalterna. Saberse hablante, saberse oído, implica reconocer que la voz que se posee y ejecuta puede ser instancia concreta y significativa de intervención. La voz inscripta en la letra, la voz oíble se reconoce en su materialidad política fundante y, desde allí, la plebe habla.
Propongo aquí escuchar esa voz, o mejor, los rastros de esa voz en la letra; hacerlo, supone un ejercicio por fuera de lo tradicionalmente disciplinar. Si, como sostiene Gabriela Milone, “escribir una voz implica tanto figurar la letra cuanto ficcionar una lengua”,[6] escuchar a los/las olvidados/as exige una actividad multisígnica, que abarque desde la figuración hasta la ficción, entre las muchas otras acciones que caben en ese amplio arco, e incluso exige ir por fuera de él. No estoy hablando de forzar el significante, sino de que, para lograr hallar y escuchar las voces de la plebe inscriptas en el papel, se precisa también de una escucha por fuera de las jerarquías de conocimiento disciplinares y autárquicas. Solo desplazándonos por los bordes podremos acceder a una voz también fronteriza.
Traición y legalidad en el Río de la Plata: el origen de una voz
En el caso del Río de la Plata, la voz de la plebe entra en acción a través de un suceso de traición clave que involucra a gobernadores y adelantados. Son estas figuras de poder quienes, estando en viaje, perciben (o creen percibir) un levantamiento interno que desafía su autoridad, que quiere socavarla. Para ellos (todos ellos) es claro que hay, que se está pergeñando, que ha habido una (supuesta) traición que merece un castigo. La reprimenda a la traición es desmedida: hay algo del orden del exceso que caracteriza esa acción de gobernadores y adelantados hacia los que –se cree– son “revolvedores”, como se los llama. Juicios a bordo, juicios en tierra, juicios en la metrópoli, relativos a la violencia ejercida por parte de quienes están al mando sobre cuerpos de españoles en viaje a este territorio, se dan una y otra vez a lo largo del siglo XVI. El Río de la Plata presenta en este período una importante cantidad de pleitos al respecto, lo que responde no solo a un momento concreto de auge del litigio como práctica,[7] sino también al espacio en cuestión. Aquella falta en relación con el Río de la Plata de la que hablé al principio es también productora de una profusa textualidad legal. Porque no hay, no se encuentra valor, no se hallan beneficios, los conflictos internos surgen y se reproducen, la paranoia se acrecienta, el miedo aumenta y la muerte acecha. Asesinatos, desaparición, hambre; las venganzas, ardides y reprensiones se suceden, y, así como se suceden, precisan cada vez más de un andamiaje escrito que los legitime o de un conjunto de textos que los cuestionen y/o condenen. Fiscales del rey, oficiales, deudos y víctimas accionan en la justicia contra quienes castigan, precisamente por esas acciones ejercidas en tierra rioplatense o en viaje hacia ella. No se trata de juicios de residencia,[8] que generalmente también están atravesados por prácticas violentas del funcionario saliente al que se juzga, es decir, no se trata de una acción judicial asidua, prevista y consuetudinaria del poder, sino de hombres y mujeres que apelan a ese ámbito en el que confían, para salvarse, para hacerse valer.
La maquinaria legal se pone en marcha porque, en todos los sucesos que contemplan los juicios analizados, la violencia se extrema y los perjuicios que esta conlleva los afecta a todos, también al rey y a la Corona en sus pretensiones imperiales y en sus arcas concretas. En ese marco, paradójicamente, la plebe es el testigo necesario y principal de los hechos de traición, todos ellos acaecidos lejos de España. Los hombres y algunas (pocas pero presentes) mujeres de la plebe son convocados/as por letrados, para poder así acceder a la “verdad” sobre los supuestos amotinados, sobre la acción (justa o excesiva) de capitanes y gobernadores, sobre el respeto a lo acordado con la Corona; una “verdad” que su palabra oral nunca detentó, pero que, en esta coyuntura, frente al discurso de los sujetos del poder directamente implicados, de pronto adquiere.
Conviven en el ámbito legal muchas voces posibles, pero, concretamente en estos casos y en este período, es allí donde surge la posibilidad de una voz, de una emergencia. Si la plebe que sube a los barcos es, ante todo, un nombre y un oficio en los registros que guardan los archivos, el espacio legal les da lo impensado: les ofrece agencia.[9] En la ley, mediante la instancia testimonial que esta posibilita, la voz olvidada de la plebe adquiere nombre y, desde allí, encuentra cauce donde pronunciarse: en la ley, la voz subalterna se subjetiviza.[10] Los pleitos rioplatenses, generalmente reducidos a una referencia histórica que hace al acontecer de la conquista de este territorio, aquí son pensados como una instancia que habilita la presencia discursiva de la plebe en su pluralidad constitutiva.
Los juicios que trabajo en este libro se centran en figuras de mando ligadas a la conquista rioplatense en distintos momentos del siglo XVI: Sebastián Caboto, Pedro de Mendoza, Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Jaime Rasquin. Todas ellas revisten un interesante caudal de litigios aún no abordados.
Durante el período que abarca esta investigación, todavía no se ha constituido ese sujeto litigante, más propio del siglo XVIII, tan bien trabajado por los historiadores de las últimas décadas. Aquí la plebe es testigo necesario en un marco de producción muy pautado, con lo cual su decir se halla enmarcado en un discurso legal encorsetado; se trata de una serie de preguntas y respuestas que ahondan en si el testigo sabe algo y, en concreto, qué sabe sobre el suceso en cuestión. Desde esta perspectiva, y teniendo en cuenta el grado de mediaciones entre la oralidad de esa voz y el registro que de ella se hace, podemos decir que la ley le permite a la plebe hablar solo si habla su lenguaje. La plebe testigo confirma el relato para el que fue convocada, el relato que enjuicia a un adelantado o a un capitán general. La suya es, entonces, una voz contingente, contextualmente producida para la ocasión y de acuerdo con las necesidades del poder, que es el que, en principio, la niega y, a su vez, cuando la precisa, acude a ella y la visibiliza. Sin embargo, esa contingencia es capitalizada por el sujeto que enuncia, lo que se hace evidente en el agregado de información por fuera del par pregunta y respuesta que se observa en muchos casos. Es decir, aún en el esquema discursivo más reglado, el testigo dice su verdad. Y aunque esto responde en gran medida a la lógica de la testimonialidad,[11] también responde a esa instancia de subjetivación inédita que la ley le otorga y de la que se sostiene la plebe para opinar. Así, puede tanto continuar como desafiar la univocidad del discurso del poder, tanto confirmar como interrumpir el gran relato, algunas veces contradecirlo.
Si bien no se trata de una voz material propiamente dicha, en la medida en que accedemos a un registro escrito de esa voz de la mano de figuras mediadoras (todas masculinas, letradas y jerarquizadas), como ser escribanos, abogados y fiscales, reducir la escritura de la modernidad temprana a un mero ejercicio tutelar reinstala como único paradigma aquel paternalista y escriturario en base al cual se significa diferencialmente al subalterno y a sus enunciados. No se trata tampoco de una textualidad de la voz,[12] lo que trabajaría en la misma línea y en el mismo paradigma que el de la mediación. Lo que propongo es concebir la voz en consonancia con la mediación letrada, pero sin reducirla a ella, lo que permitirá el acceso a los silencios y a las cesuras del archivo colonial. Esta propuesta entiende la práctica discursivo-testimonial como acción significante dentro de una dinámica colonial compleja que incluye –aunque excede– la lógica verticalista paternal. La voz de la plebe que escuchamos en este marco legal no es una entelequia, ni un susurro perdido en el correr de la pluma, es una voz practicada, es la composición de enunciados “valuables” (concebidos como tales tanto por los pares como por los letrados que los convocan): su testimonio es una acción concreta del que no posee poder ni letra y, sin embargo, acciona sobre la suerte del poderoso que lo oprime a él, a ella, a sus compañeros de viaje o asentamiento.
Entonces, ni voz puramente mediada, ni voz textualizada, pienso, antes bien, en una instancia lingüística de subjetivación que tanto ratifica como opina y exhala disconformidad en medio de la fijeza del interrogatorio, es decir: una instancia de subjetivación que, en su potencia de voz decible–voz audible, es concomitante con una construcción política en emergencia.
¿No hay, acaso, en esas voces que se escapan del corset entablado por los fiscales una suerte de aprovechamiento del nuevo lugar de enunciación adjudicado? ¿No puede leerse en esos discursos que sacamos a la luz, en esos discursos pequeños que desnudan suciedades del poder, un relato de la resistencia? La plebe, ante todo, habla de violencia, de tiranía, de falta de mando, de traición, de excesos para con los subalternos, de injusticia y arbitrariedades múltiples de españoles contra españoles. La plebe cuando enuncia –aun en forma escasa, como en estos incipientes momentos del siglo XVI– desnuda al poder. La voz de la resistencia –dice James Scott– debe aprender a colarse:[13] cuando lo dicho abona a la causa para la que soldados, marineros y grumetes iletrados fueron convocados, los fiscales y escribanos permiten que ese discurso discurra. En el siglo XVI, la plebe habla/adquiere voz en los intersticios de las historias de poder, su voz emerge en el discurso del Estado.[14] La plebe dice en ese marco y en esos términos; es así como va construyendo no solo un lugar, sino también una voz política que tendrá espesor y virulencia a posteriori.
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[1] Por fuera de América, en lo que respecta al viaje general de batalla y conquista durante el siglo XVI, existe una interesante representación iconográfica de la batalla de Túnez (1535), tal como puede verse en los tapices, tejidos expresamente para Carlos V, presentes en los Reales Alcázares de Sevilla. Allí se observan detalles de marineros a bordo de un batel izando un ancla, así como de las embarcaciones de la armada real. Por fuera de esta representación de la “grandeza imperial”, hay que reparar en otra clase de viaje para ver una embarcación repleta de gente. Se trata de viajes alegóricos rumbo a espacios simbólicos o míticos, como sucede en el cuadro “Ship with Revelling Sailors, Lasquenetes and Suttleres”, de Hans Holbein el joven (1532-1533), que es una versión de Stultifera Navis (La nave de los locos) de Sebastian Brant (Basilea, 1494).
[2] Para un estudio sobre el pueblo, su discursividad y participación política en los territorios que hoy conforman la Argentina hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, ver Gabriel Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo, 2016; Gabriel Di Meglio, “La participación política popular en la ciudad de Buenos Aires durante el siglo XIX. Algunas claves”, Nuevo Mundo Mundos nuevos, n.° 10, 2010 [en línea] y “Un ciclo de participación política popular en la ciudad de Buenos Aires, 1806-1842”, Anuario IEHS 24, 2009, pp. 253-277; Raúl Fradkin, ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la Revolución de Independencia en el Rio de la Plata, Buenos Aires, Prometeo, 2008; Juan Carlos Garavaglia, Construir el estado, inventar la nación. El Río de la Plata, siglos XVIII-XIX, Buenos Aires, Prometeo, 2007; Juan Ignacio Pisano, Ficciones de pueblo. Una política de la gauchesca (1776-1835), Villa María, EDUVIM, 2022; entre otros.
[3] Durante el siglo XVIII y en el caso rioplatense, a los conflictos externos con los portugueses, que dan por resultado cinco episodios bélicos en la Banda Oriental entre 1680 y 1762, se suman otros episodios internos que tienen a las clases populares como protagonistas. Entre ellos, se pueden mencionar: a) los que tienen lugar en 1724, 1734 y 1752, en los que intervienen las milicias catamarqueña, santiagueña y riojana respectivamente, que se resisten a cumplir el rol defensivo asignado; b) los alzamientos comuneros de 1732 y 1764, en Corrientes, contra el teniente gobernador; y c) el levantamiento cordobés en nombre del “común”, que se da en 1774. Pero la rebelión que posee un fuerte componente anticolonial fue la que se llevó a cabo en 1781, en la frontera oriental de Jujuy, comandada por José Quiroga, mestizo cristiano criado en la reducción jesuítica de San Ignacio de los Tobas, quien anunciaba “ya tenemos Rey Inca”. Para un estudio completo sobre estos sucesos, ver Di Meglio, Historia de las clases populares en la Argentina. Desde 1516 hasta 1880, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.
[4] El término “plebe”, según el Dictionnaire étymologique de la langue latine (2001), no tiene una etimología clara, lo cual es indicio de su procedencia arcaica, muy anterior al latín clásico. En la época republicana, aparece frecuentemente para referirse a los ciudadanos romanos que no tienen alcurnia patricia. En Justiniano, Institutiones (siglo VI d. C.), ya aparece con el sentido de “multitud”, “populacho”, en oposición al letrado hombre de la iglesia, por lo tanto, con una connotación de iletrado, ignorante, no cultivado. En la misma línea, el diccionario Novus Linguae et Eruditionis Romanae Thesaurus (1749) define “plebe” como sinónimo de “vulgo”, es decir, como la multitud compuesta por la parte más vil del pueblo. También allí se realiza una distinción entre “pueblo” y “plebe”, ya que el primero comprende a todos los ciudadanos, mientras que el segundo alude a lo más bajo, los que no pertenecen a la nobilitas. En el ámbito hispano, aparece recogido en el Diccionario de Autoridades (1737) como la gente común y baja del pueblo. (Agradezco a Carlos Castilla por el aporte sobre la historia de este término).
[5] Peter Burke, Hablar y callar. Funciones sociales del lenguaje a través de la historia, Barcelona, Editorial Gedisa, 2001.
[6] Gabriela Milone, Ficciones fónicas. Materia, paisajes, insistencias de la voz, Santiago de Chile, Mímesis, 2022, p. 63.
[7] Al respecto, ver Richard Kagan, Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700, Valladolid, Junta de Castilla y León, Consejería de Cultura y Turismo, 1991.
[8] Como bien lo explica Darío Barriera: “la extendida y compleja red de instituciones y jurisdicciones que los Habsburgo instalaban trabajosamente en sus provincias americanas –cabildos, corregimientos, gobernaciones, audiencias, virreinatos, etc.– constituía una tecnología político-administrativa que requería de algún control sobre quienes estaban a cargo de las mismas, así como de unos instrumentos más o menos reglados para instrumentarlo. Entre estos se destacaron las pesquisas, las visitas y muy particularmente el juicio de residencia. Como la visita general, el juicio de residencia generaba gruesos expedientes a partir de los cuales el oficial saliente era juzgado pero, a diferencia de ella, estaba previsto, era una práctica regular, alcanzaba a una gran cantidad de oficiales y era preparado y ejecutado casi siempre dentro de los plazos fijados por la normativa. […] [En el marco de dichos juicios], se revisaban las cuentas y se investigaban todas las cuestiones referidas al buen gobierno y al cuidado de los asuntos de Su Majestad, entre los cuales la administración de la justicia ocupaba un lugar central”. “Un rostro local de la Monarquía Hispánica: justicia y equipamiento político del territorio del sureste de Charcas, siglos XVI-XVII”, Colonial Latin American Historical Review (CLAHR), vol. 15, n° 4, 2006, pp. 387-388. (Ver también José María Mariluz Urquijo, Ensayo sobre los juicios de residencia indianos, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1952).
[9] Jeremy Ravi Mumford ha trabajado ese rol activo de la práctica del litigio en el mundo andino colonial, en “Litigation as Ethnography in Sixteenth-Century Peru: Polo de Ondegardo and the Mitimaes”, Hispanic American Historical Review (HAHR), vol. 88, n.° 1, 2008, pp. 5-40.
[10] En cuanto a la voz y su relación directa con la subjetividad y la identidad social, ver Judith Butler, Lenguaje, poder e identidad, Madrid, Editorial Síntesis, 1997; Pedro De Souza, “O efeito de presença que se produz na e pela voz”, Revista Linguagen & Ensino. Universidade Federal de Pelotas, vol. 1, n° 2, 2018, pp. 134-144 y “Sobre o discurso e o sujeito na voz”, Línguas e Instrumentos Linguísticos, n° 34, 2014, pp. 199-211; Mladen Dolar, Una voz y nada más, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2007; Mónica Graciela Zoppi Fontana, “Lugar de fala: enunciação, subjetivação, resistencia”, Conexão Letras, vol. 12, n.° 18, 2017, pp. 63-71; entre otros.
[11] Al respecto, ver Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo sacer III, Valencia, Pre-Textos, 2009; John Beverly, “Anatomía del testimonio”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, año XIII, n.° 25, 1987, pp. 7-16; entre otros.
[12] Nancy Van Deusen trabaja en esa línea en “‘In So Celestial a Language’: Text as Body, Relics as Text”, en Rocío Quispe-Agnoli y Mónica Díaz (eds.), Women’s Negotiations and Textual Agency in Latin America, 1500-1799, Londres, Routledge, 2017, pp. 62-81.
[13] James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, México, Ediciones Era, 2003.
[14] En este sentido, ver Darío Barriera, Justicias y fronteras. Estudios sobre historia de la justicia en el Río de la Plata (Siglos XVI-XIX), Murcia, Ediciones de la Universidad de Murcia, 2009.